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Todo comienza en la puerta de embarque H28 del aeropuerto de Madrid-Barajas Adolfo Suárez.

La pantalla dice “Destino: Caracas. Hora: 15:25”.

Sí, definitivamente es mi vuelo. Es el avión que me lleva a Caracas, a mi ciudad.

Es el vuelo que me lleva a casa.

Mi estómago se revuelve, mi cabeza titila y el corazón se acelera a todo dar.

¿Será como era antes? ¿Me gustará estar de nuevo en mi ciudad? ¿Me sentiré cómoda?

Ya mis amigas no están y son muy pocos los familiares que quedan. No sé de mucha gente que viva ahí, por lo menos sé bien que conozco a unos cuantos.

Sin embargo, ignoro los sitios que la gente frecuenta, qué se hace en el día a día, cómo funcionan las cosas ahora.

¿Se consigue la canasta básica? ¿Cómo estará el tema del agua y la luz?

En 8 horas de vuelo duermo, leo, veo una película, pero, sobre todo, pienso.

Pienso bastante.

Pienso en mi, en lo que estoy viviendo, en lo que he vivido estos últimos meses y en lo que estoy por vivir.

Veo por la ventanilla del avión y se puede observar claramente el mar cristalino y el barrio en la montaña que se extiende por la misma con casitas de ladrillos y cemento pintadas de colores, incompletas, pero llenas de su gente, de su pueblo.

Suena el altavoz del avión y la aeromoza dice: “Bienvenidos al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía”.

El corazón se me para.

Llegó el momento de la verdad.

Ahora sí, llegué casa.

Recojo mis maletas y salgo para mi reencuentro familiar. Mamá, como siempre, me recibe con los brazos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, pero con unas cuantas arrugas nuevas en su cuerpo.

El tiempo ha pasado, pero no se siente así. Todo se ve relativamente igual.

El camino a casa es el mismo.

Los árboles son más verdes de lo que recordaba.

El cielo es más bello que esos cielos que he apreciado en otros países.

Las nubes son perfectamente pomposas, como algodón de azúcar, como las de Los Simpson.

Y El Ávila, ni se diga.

Llegué a casa
Caracas, Venezuela

El sol brilla con un esplendor único.

Y sin importar que en muchos lugares del mundo es invierno, aquí calienta tanto como en un verano cualquiera.

Y es que nunca había agradecido con tantas fuerzas el tener un clima tropical en mi propio país, en mi propia ciudad, en mi propia casa.

El apartamento luce igual. Sólo le falta mi pequeña perrita, que ya no está.

Mi cuarto está tal cual como lo dejé hace 5 años.

Todavía tengo la televisión cuadrada que al encender hace un sonido extraño y tarda alrededor de 15 segundos en agarrar color. ¡Funciona! La uso con emoción de saber que literalmente puedo ver televisión, puedo conectar el DIRECTV.

La cama sigue tan cómoda como la última vez que dormí en ella.

En la pared está el corcho con fotos de mi infancia, de mi colegio y de mis amigos. Un portarretrato con la foto de mi ex novio se postra en mi mesa de noche.

Me acuesto a dormir y los mosquitos zumban tanto que había olvidado lo que se sentía tener una batalla campal a media noche.

Y esos grillos, esos famosos grillos que grillan sin parar, crean una armonía para mis oídos, arrullándome hasta quedarme dormida.

Creo que nunca me había detenido a escuchar la noche con tanta atención.

El brillo de la luna es tan fuerte que sobrepasa mis cortinas, iluminando mi cuarto por completo.

La noche está despejada. Abro las cortinas y puedo ver estrellas fugaces pasar. El viento sopla y las ventanas retumban.

Duermo con la ventana abierta, sin aire acondicionado, sin calefacción. Me cuesta volver a acostumbrarme a la naturaleza.

A la mañana siguiente, mamá prepara el mismo arroz con pollo de siempre.

Cómo extrañaba este sabor.

Un buen nestea con mucha azúcar y de postre una torta de queso criollo para terminar la comida. Hay una explosión de sabores en mi boca.

La acompaño al supermercado. Los stands están repletos de comida. La gente paga en dólares, Zelle o Bolívares.

Hay muchas tiendas nuevas, lugares llamados Bodegones.

Ahora veo edificios altísimos que nunca antes habían estado ahí. Y me pregunto, ¿en qué momento pasó todo esto?

El fin de semana mis amigos llaman para salir por la noche. Me arreglo, me pongo tacones que no usaba desde hace un buen tiempo. Me buscan en el carro de siempre y vamos a un nuevo local, pero con caras conocidas.

Puede que no sea el mismo sitio de toda la vida, pero sí es el mismo país de toda la vida.

Y es que es la gente, el ambiente, el clima, la música…

Y me siento viva, me siento plena, llena de alegría, de emoción, de adrenalina.

Veo a mi alrededor y, sinceramente, estoy muy feliz de estar de vuelta, de estar aquí.

Venezuela no es la misma, de eso no hay dudas.

Pero tampoco es sólo la Venezuela de las noticias y rumores que se escuchan fuera de sus fronteras todos los días.

La situación no está bien, no hay agua ni luz en muchísimas zonas del país. La gasolina falta en la mayoría de los estados. La comida es extremadamente cara. Mantener un estilo de vida es una renta que duele pagar. Los salarios no dan para comprar la canasta básica. La pobreza sigue aumentando…

Y aunque ya no estén los mismos de siempre, mis amigos, mis familiares, mis vecinos,

todavía hay gente que ama Venezuela con los ojos cerrados,

que no se quiere ir, que cree en ella, que lucha por ella, que ayuda con lo que tiene y cómo puede.

Y esa gente es la que te hace sentir en casa otra vez. Te hace entender porqué tu país siempre será tuyo te hace querer estar ahí día y noche, Te hace querer emprender, ayudar, poner tu granito de arena donde alguna vez dijiste que no se podría.

Al pensar que quería volver a mi país, tuve una lucha conmigo misma.

¿Me dará el síndrome el viajero eterno? Eso que te hace sentir que no perteneces a un lugar ni a otro, que eres muy inmigrante como para ser parte de tu país, o eres muy turista para ser parte de otro.

No es fácil tomar la decisión de regresar, al contrario, es extremadamente difícil.

Y déjenme decirles algo, no hay nada como el hogar, como volver y ser aceptado como el nuevo tú que eres, como ver a tus amigos y sentir que los años no pasan, aunque todos han avanzado en sus vidas, aunque hemos crecido, hemos vivido muchas cosas distintas y hemos enfrentado la adultez.

Y es que definitivamente no hay nada como estar en ese lugar que te hace revivir tu infancia, viajar al pasado a tu adolescencia y recordar todo eso que te hizo quien eres ahora.

Ese lugar que quieres que sea tu futuro, el de tus hijos, el de tu día a día.

Llegué a casa

Y sé bien que, pase lo que pase, siempre tendré ese lugar al que pueda volver, donde me siento acogida, recibida y querida… un lugar que cambie o no siempre me hará sentir parte de él, de su cultura, de su gente, de sus calles, de su dolor y su alegría.

Un lugar que siempre podré llamar HOGAR.

Y ese lugar llamado hogar no está solo en un espacio geográfico, sino en cada uno de los venezolanos que estamos regados por el mundo.

Hoy logro ver mi país con otros ojos, con ojos de turista, de inmigrante.

Detallo cada paso que doy y, no les miento, necesitaba esto.

Necesitaba venir a casa y reconocer que el sentimiento es el mismo. Es hasta más fuerte que antes, porque hoy le puedo gritar al mundo nuevamente lo que soy sin sentir miedo, sin sentir vergüenza, sin sentirme cohibida o apenada.

Y es que YO SOY VENEZOLANA.

Venezuela me demuestra una vez más que estaba equivocada, que todavía somos mayoría los que queremos un cambio, los que queremos verla libre y nueva, los que queremos verla crecer.

Los que queremos verla de cerca.

Y no me queda más que agradecer a todos los que son parte de mi Venezuela, de mi día a día, de mis recuerdos, mis experiencias, de mi pasado y mi presente. A todos los venezolanos, dentro y fuera del país, que alzan la bandera con orgullo, con pasión, con un himno y un sólo corazón.

Gracias hermanos, por sus risas, sus bromas, su humor y sus ganas de siempre permanecer unidos, aunque haya kilómetros de distancia de por medio.

Gracias, sobre todo, por demostrarme que el tiempo es sólo un factor que nos da o nos quita, pero depende de nosotros mismos el querer permanecer en él, perdurar como amigos, como familia, como venezolanos.

Y es que no importan los años que pasemos sin vernos, o sin pisar nuestra tierra, nunca dejaremos de ser venezolanos, nunca dejaremos de llamar a Venezuela nuestro hogar.

Hoy no sólo llegué a casa, hoy llevo mi casa conmigo a donde vaya.

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